“Conferencia internacional de Drogas y Adicciones” en el Vaticano.



Exposición de Carlos Olivero.

29 de Noviembre de 2018

 Antes de comenzar, quiero agradecer al Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral la posibilidad de estar hablando aquí en este momento, y a ustedes que se disponen a escucharme.

Esta palabra que hoy puedo compartir no es solo mía, recoge las voces de muchas mujeres y hombres que en la Pastoral Nacional de Adicciones y Drogadependencia de mi país, Argentina, en la Caritas Nacional y en la Federación Familia Grande del Hogar de Cristo se preguntan cómo deben ser nuestras comunidades para que quienes sufren directa o indirectamente por el consumo de drogas encuentren en ellas una familia que las abrace.

En efecto, cuando hablamos del problema de las drogas no estamos hablando solamente de un problema individual. Es, sin lugar a dudas un problema personal y familiar, pero es también un problema social con dimensiones institucionales, comunitarias y culturales. Las respuestas deben ser entonces proporcionales a las dimensiones del problema.

Todos los que estamos acá tenemos infinidad de historias y testimonios. La que traigo a continuación no tiene otro sentido que el pedagógico. Aunque el nombre esté cambiado, es una historia real, de las que nos señalaron el camino.

Fue Victoria quien nos enseñó la complejidad. Durante años vivió en la calle cerca de la Parroquia, en un ranchada chiquita que armaron con madera unos compañeros que la invitaron a dormir allí. Por estar inmunodeprimida contrajo tuberculosis, inició 17 veces el tratamiento y por el intenso craving siempre lo abandonó. El bacilo que causaba su infección fue mutando y se volvió extremadamente resistente, y el tratamiento costosísimo. Su baciloscopía positiva señalaba los riesgos de contagio para quienes compartían la pequeña cueva de madera, pero a la vez hacía imposible su internación en una comunidad terapéutica. Los profesionales del centro de salud tenían miedo de llegar hasta su cueva donde ya habían sido robados, pero sus hábitos de consumo hacían imposible un tratamiento ambulatorio. El Hospital de infecciosas puso una condición para recibirla por 18° vez: debía tener una consigna policial que garantizara que no se iba a volver a escapar. La legislación argentina no permite ese tipo de intervención involuntaria, salvo en un caso de riesgo cierto e inminente para sí o para terceros. Y aún cuando ella misma lo estaba pidiendo, la justicia no accedió a involuntarizarla por comprender que el riesgo no era inminente. Por su adicción a la pasta base llegó a hacer cualquier cosa. Se subía a los camiones, era explotada sexualmente a cambio de unas monedas, quedó embarazada.

A esa altura ya entendíamos que las respuestas que habíamos organizado en nuestro pequeño centro (espacios terapéuticos individuales y grupales, encuentros de oración, laborterapia, talleres) eran inadecuadas para el problema de Victoria y su bebé. Pero también entendimos que sus dificultades superaban ampliamente la capacidad de respuesta del hospital de infecciosas, del centro de salud, de la maternidad, los paradores nocturnos, la comunidad terapéutica, los juzgados…

Ninguna institución podía tener todas esas respuestas, pero tampoco servía derivarla de una a otra, para que lograra sortear la burocracia de cada institución y acceder a esas respuestas en tiempo y forma había que acompañarla.

Con Victoria comprendimos que el problema que subyace es epistemológico. Todas esas instituciones se fueron construyendo en torno a su especificidad, y la suma interdisciplinaria de sus saberes no alcanza a ver la totalidad de la persona, mucho menos a acompañarla. La mirada del especialista lo ve todo desde su propia lente y tiene la dinámica de la lupa: amplifica, pero solo lo que enfoca. Su comprensión es profunda, pero a la vez angosta, circunscripta a su objeto de estudio.

Con Victoria comprendimos que existe una mirada distinta, que es la que puede tener una madre, un hermano o un amigo, que no alcanza a ver tan lejos como el especialista, pero su mirada se expande a lo ancho para comprender y abrazar la totalidad. Ambas miradas, la específica y la integral son complementarias.

La primera se organiza en instituciones, dura lo que dura la resolución de un problema. Necesita de distancias terapéuticas, para que las emociones del sujeto interviniente no interfieran en el diagnóstico y tratamiento. Guarda una cierta asimetría dada por la posesión del conocimiento.

La segunda es la integral y es propia de la familia y la comunidad, que permanecen en el tiempo más allá de cualquier problema o solución, y que ven mejor cuanto más iluminados están por el amor. Este modo de mirar suele dar origen a una relación más simétrica, que posibilita la reciprocidad, que comparte la mesa y el descanso.

Victoria necesitaba las respuestas específicas de las instituciones, pero no podía acceder a ellas estando sola. Solo se animó a desandar el laberinto, cuando estuvo acompañada. Necesitaba una familia o una comunidad que la apoyara.

Ambas miradas y ambas intervenciones son necesarias. Si los especialistas en adicciones solamente nos preguntamos por las instituciones, me temo que la vida se nos va a escapar entre los dedos porque no hay respuestas lineales para los problemas complejos. La mirada integral que da el nombre al Dicasterio que hoy nos convoca, exige que también pongamos atención en el tejido social, en el modo en que las personas se vinculan.

¡Pero cuántas familias rotas hay alrededor de los problemas de adicción! ¡Cuánta orfandad, cuánta necesidad de amor! Y si la familia está rota, es disfuncional, o directamente no está… ¿en qué lugar esa persona que sufre por una adicción va a encontrar el amor que necesita para apoyarse, para iniciar un camino, o para no bajar los brazos? ¿Dónde se va a sentir perdonada, amada a pesar de su fragilidad, o de sus fracasos?

Por eso, más allá de las dimensiones legales, geopolíticas, científicas, o económicas, más allá de las recomendaciones que puedan hacer los organismos internacionales, nosotros comprendemos que el problema es también eclesiológico. Pero entiéndase bien, cuando decimos eclesiológico queremos señalar el modo real en que nuestras iglesias locales viven, porque teorías hay muchas, y valen poco si no se ponen en práctica. Esta mañana el Padre Vicenzo Sorce nos habló maravillosamente de la dimensión antropológica. Nosotros nos preguntamos ¿cómo deben ser nuestras comunidades para generar esa proximidad y esa empatía que nos señalaba?

¿Cómo deben ser nuestras comunidades eclesiales para que quienes se encuentran atravesados por el sufrimiento de la adicción puedan sentirse parte? Una parroquia cerrada, una congregación autorreferencial, un colegio o un movimiento elitista no parecieran ser la mejor opción. No alcanza con derivar a la fazenda, a la comunidad terapéutica o al grupo de Narcóticos Anónimos. Lo que hacen esas instituciones es magnífico, pero eso no alcanza para todos. Está el que no quiere recuperarse, el que intentó varias veces y no pudo, el que hizo un tratamiento y lo

abandonó, el que un día vuelve a su casa solo y con ilusiones, el hombre mayor que duerme en la calle y se alcoholiza… ¿Cómo tienen que ser nuestras comunidades entonces? En estos años hemos encontrado una figura que a nosotros nos sirve, se trata de los Centros Barriales. Estos espacios se apoyan en estas políticas públicas que comentaba el Mg. Moro y que nosotros valoramos mucho, pero cuando empezamos todo eso no estaba. Su objetivo principal es que quienes están más rotos encuentren en la Iglesia una familia que los abraza, aunque muchas veces no sabemos no sabemos cómo hacerlo, o nuestra fragilidad nos lo lleva al fracaso.

Los Centros Barriales son verdaderas comunidades eclesiales que están cerca del dolor y que organizan el lazo social para recibir la vida herida y acompañarla. El lazo social tiene que ver con el Evangelio de la vida: es el servicio, la hospitalidad, la paciencia, el perdón, la humildad, la confianza, la espera… Los Centros Barriales son en nuestro país el recuerdo y la constatación empírica de que cuando ponemos en el centro a los preferidos de Dios la alegría del Evangelio lo invade todo.

Los Centros Barriales no compartimos un modelo, porque no hay algo que pueda transplantarse de un lugar a otro, porque cada lugar tiene sus características, su historia, su contexto, sus recursos. Lo que sí compartimos es un método, un modo de caminar. El N.º 24 de Evangelii Gaudium que señala el método de la Iglesia en salida nos recuerda el modo de caminar de nuestras comunidades. La Iglesia en salida primerea, se involucra, acompaña, fructifica y celebra. ¡Qué importante eso de primerear, eso de no quedarse esperando sino de ir al encuentro de quien sabemos que está sufriendo!

En incontables ocasiones el Magisterio de la Iglesia enseñó la dimensión eclesial de la familia como Iglesia doméstica, señalando los rasgos eclesiales de la familia cristiana. Hoy los Centros Barriales nos señalan la importancia de cultivar los rasgos familiares en la Iglesia.

La Familia Grande del Hogar de Cristo es la reunión de todos los centros Barriales del país, actualmente son unos 150 en distintos estados de desarrollo, y todos los días aparece una nueva comunidad que quiere empezar a caminar. Los centros barriales se apoyan, se acompañan, comparten recursos. Todos ellos atraviesan problemas, miedos, inseguridades, resistencias. Pero el acompañamiento de unos a otros nos permite superar las dificultades y caminar. Cuando nos encontramos, nos invade la alegría de saber que no estamos solos.

Paradójicamente, el problema de la droga fue para nosotros una bendición, tuvimos que comprometernos por necesidad, pero hoy nuestras comunidades se renuevan, se respira vida, fuerza y alegría. Cuando llega una nueva comunidad preocupada por el problema de la droga y empieza a caminar, desencadena un proceso de transformación que ni siquiera vislumbraba. Es muy hermoso verlo, y doy gracias a Dios que me hace testigo. Es que en los más pobres hay una bendición, y cuando los ponemos en el centro nos la contagiamos. ¿Pero para qué les voy a decir más? Todos conocemos la dinámica de la cruz.

 

Le encomendamos entonces nuestras comunidades a la Virgen, porque es nuestra madre. Y a nuestro Padre del cielo le pedimos:

Danos entrañas de misericordia frente a toda miseria humana. Inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado. Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.

Amén

 

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